viernes, 4 de junio de 2010


Reseña del libro Astrea: the imperial theme in the sixteenth century de Frances Yates[1]


Este libro nació como una recopilación de diversos ensayos escritos por la historiadora Frances Yates antes de 1950. Sin embargo durante el trabajo de compilación se hicieron comentarios, se añadieron partes y se actualizaron opiniones de tal manera que resultó un libro nuevo de investigaciones pasadas centradas todas en la idea imperial durante el siglo XVI entrando con excelencia en el tema de la imagen real de un monarca y los hilos que se tejen detrás de estas construcciones político-culturales.

El libro se divide en tres partes siendo la primera dedicada a Carlos V y la idea del imperio plasmada en el Plus Ultra, la segunda es sobre la reforma imperial Tudor en manos de Isabel I y la tercera es acerca de la monarquía francesa, aquella que llevaría la imagen del poder a su más esplendorosa expresión en el cuerpo de Luis XIV cien años después. Adicionalmente se presentan tres apéndices. El primero sobre los retratos alegóricos de Isabel I en Hatfield House, el segundo sobre el libro suntuario de Boissard y el tercero sobre las pinturas de Antoine Caron para arcos triunfales.

Los conceptos esenciales en esta obra son por un lado la idea imperial como tal retomada para Carlos V del imperio romano y el romano germánico y la idea de Astrea desenterrada de las antiguas predicciones persas bañada de eclecticismo religioso. El tema imperial está desarrollado en las partes primera y tercera. En la primera encontramos una introducción y explicación de lo que es un imperio en el siglo XVI y de qué manera se convierte en el ideal absoluto de sublimación de los poderes terrenal y celestial. En la tercera parte Yates desarrolla con más amplitud la adopción del tema e idea imperiales por parte de la monarquía francesa, ejemplificando mayormente en los desfiles, fiestas y entradas triunfales de los monarcas. Por este motivo aquí nos concentraremos en reseñar las dos primeras partes con más detalle dejando la tercera como ejemplificación de la idea presentada en la primera.

El siglo XVI fue sin duda un siglo de renovación donde los nacientes estados europeos buscaban crear sus mitologías, establecer sus monarquías y asentar soberanía en medio de las turbulentas luchas religiosas. El emperador Carlos V fue en su momento la manifestación tardía de la pasión por la idea de un gobernador universal así como había un Dios universal. En el fantasma de este imperio heredado por Felipe II se encuentra el espíritu imperial que se difundió en Europa en el simbolismo de su propaganda al tiempo que un pensamiento político más avanzado desacreditaba la figura imperial. Aún así no queda duda que Felipe II supo hacer que su imperio fuese envidiado y codiciado por todos los demás monarcas.

Durante la Edad Media circuló la idea de que el emperador era aquel que restauraría la antigua unión de Europa bajo un solo mando y así defendería la ciudad de Dios. En este tema universalista es clave la interpretación de la doctrina de San Agustín acerca de la ciudad de Dios y más importante aún, su ubicación real. Así es que Carlomagno, cuyo libro favorito era la Ciudad de Dios entendía la ciudad terrena no como una oposición a la ciudad de Dios sino como la representación de aquella en la tierra. Esta diferencia es crucial. En este sentido el emperador tiene el deber de apoyar y sostener la entrada de Cristo en este mundo mediante la espada de la justicia temporal
[2].

A partir de esta esperanza de universalidad heredada de Carlomagno a Carlos V y de este a todo quien se apoderara de sus emblemas, brotan distintos matices a lo largo de la Edad Media en torno a la correcta forma de encontrar al emperador, de investir uno o de crear uno. Paralelamente a este renacer o reforzamiento de la idea imperial aparece la figura de la Virgen Astrea. Astrea es la Justicia que se aleja de la tierra cuando los hombres se tornan al mal en la edad de hierro y sólo retornará en la constelación de Virgo para devolver la paz en la edad dorada cuando esta sea propicia. De esta manera entre Astrea y emperador universal se vive una constante expectativa de una doble parusía, una de esta virgen dorada que traerá con ella la abundancia y la paz y otra del verdadero vicario de Cristo.

Ahora bien, si echamos un vistazo a la Europa del siglo XVI vemos algo que no necesariamente tiene que ver con una unificación del antiguo imperio romano. España tiene su imperio efectivamente, un imperio más allá de las columnas de Hércules con claros intereses en los azotados Países Bajos. Sin embargo Francia, Inglaterra e Italia concluyeron adoptar la idea universal y adaptarla a los límites de los nacientes estados nacionales sin encontrarse exentos de la fuerte influencia hispánica. De esta manera se construyeron las mitologías nacionales tan deseadas y necesarias para sostener ideológicamente un gobierno y la tendencia religiosa apropiada.

Renovación fue la premisa de este siglo pero lo fue particularmente para algunas regiones, entre ellas particularmente Inglaterra donde finalmente reinó la paz después de la guerra de las dos rosas que enfrentó las casas de York y Lancaster. La familia Tudor finalmente unió los dos linajes permitiendo un equilibrio que sólo sería definitivo bajo el mando de Enrique VIII y luego de Isabel I. Durante el siglo XVI Inglaterra sufrió cambios más transcendentales que tal vez en el resto de su historia hasta el siglo XXI. La separación de la Iglesia Católica Romana obligó a los teólogos ingleses a formular un protestantismo que posibilitara de alguna manera una convivencia entre católicos y protestantes y aunque de todas formas se dieron sangrientas matanzas, finalmente Isabel I logró sostener un protestantismo moderado. En el continente se perdieron las últimas posesiones mediante el tratado de Cateau- Cambrésis obligando a los ingleses a replegarse en su isla con su reina.

Yates unifica la idea imperial de Carlos V con la renovación que trae Astrea para Inglaterra encarnada en el cuerpo de Isabel I. Esta unión no la hace Yates, por supuesto, pero la autora rastrea los elementos imperialistas que se encuentran detrás de las alegorías isabelinas. No profundiza en la utilización de Astrea por parte de la reina y su Consejo Privado para justificar el mandato de una mujer que nunca se casó como legítima reina europea pero si esboza la utilización de elementos extranjeros, más específicamente de la mitología Habsburgo, para la legitimación de una imagen real inglesa. De ahí que Isabel haya sido retratada con las columnas de Hércules propias del emblema de Carlos V, el Plus Ultra.

En la segunda parte Yates expone y concluye que la clave de los retratos de Isabel I, de su imagen real, es la idea imperial y particularmente la idea de un imperio reformado. La importancia de este caso para el tema imperial es que se trata de un gobierno que necesita legitimación urgente por lo que hecha mano de las técnicas simbólicas humanistas más en boga para lograr su cometido. Isabel fue convertida de la heredera no deseada por ser mujer a la heroína romántica de varios poemas épicos escritos en su honor para enaltecer su figura. Ella se transformó en un símbolo de los ingleses quienes se regodeaban en la persona real para poner en marcha los mejores artificios renacentistas, juegos, arcos triunfales, música, poemas y pinturas. Estas últimas resultaron de una elaboración tan compleja que su mensaje completo sólo puede ser descifrado de la mano de un manual de iconología y emblemática. Este es precisamente el trabajo que la autora realiza en el primer apéndice sobre los retratos alegóricos de Isabel conservados en Hatfield House.

Yates desarrolla los pasos que se dieron para adoptar la figura de Astrea y la constelación de Virgo a la figura de Isabel, cómo esto se relaciona estrechamente con la navegación y finalmente con la Virgen María. La luna se convierte en atributo de ambas tanto como de la diosa Diana, de Belphoebe, Cintia y María todas figuras en las que se confundía a Isabel. La era isabelina es la más grande del renacimiento inglés y en este sentido el tema de la edad de oro se encuentra detrás de todo esto. Es también una era de expansión nacional cuando las aspiraciones universales medievales se redirigen para conformar ahora un nacionalismo propiamente inglés con ambiciones mas allá del océano.

Es en el nacionalismo religioso donde se expresa el tema imperial con mayor fuerza en la Inglaterra isabelina pues la supremacía real sobre estado como sobre iglesia, la piedra angular de la política Tudor, debe su norma a la tradición del sagrado imperio. Aún así la tradición imperialista es heredada con más derecho por las monarquías francesas que se empeñan en exponer en este período, su descendencia de la dinastía de Troya y por supuesto de Carlomagno. Durante el siglo XVI el trono francés pasa de mano en mano y Enrique tras Enrique las familias se pelean el derecho a gobernar. Probablemente uno de los pocos elementos que entonces significan una continuidad en este turbulento proceso de consolidación del trono de Francia es la idea imperial.

De la misma forma este tema lo rastrea Yates a partir de las expresiones artísticas o estéticas realizadas en honor al monarca de turno. El emblema de Catalina de Médicis, regente de Francia durante muchos años, está dirigido a exponer una idea imperial, de la misma forma Yates profundiza en la arquitectura efímera, siempre tan difícil de estudiar por su naturaleza, los símbolos utilizados para precisamente exponer continuidad y legitimidad ante un pueblo abatido por guerras y enfrentamientos político-religiosos. En este punto de la segunda parte la autora se detiene en la magnífica fiesta de matrimonio del Duque de Joyeuse en Paris en 1581 exponiendo a través del interés por el tema imperial, la espectacularidad de las fiestas renacentistas.

De esta manera Yates muy ordenadamente expone brillantemente la transformación de las expresiones de una tradición y cómo paralelamente coexisten. En el siglo XVI los estados nacionales adoptan formas de gobierno, sobre estado y e iglesia así como sobre los corazones de los súbditos, del anhelo imperial medieval. Paralelamente en el mundo iberoamericano hasta las Filipinas se vive la idea imperial a diario así sus formas varíen parcialmente. Es en las imágenes y en la utilización de símbolos y alegorías que Yates observa esta continuidad proporcionando un excelente ejemplo de historia con imágenes al margen de la historia del arte tradicional que ha encerrado las obras bajo siete llaves a la interpretación de la historia. Si bien este libro de Yates ya cumple este año treinta años desde su publicación, continúa siendo un ejemplar estudio de emblemática e iconología que bien puede ser adoptado para el análisis de las ricas obras coloniales hispanoamericanas.


Lucía Querejazu Escobari

[1] Routledge & Kegan Paul, London and Boston, 1975.
[2] En los retratos reales de este período rara vez falta la espada de la justicia como símbolo de equidad y templanza del monarca.

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